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Textos
Texto escrito y publicado en el libro «Mi casa, mi árbol»
Autor: Francisco Carpio
CALIDAD Y CALIDEZ
La copa más deliciosa
Esta serie fotográfica que nos presenta José Quintanilla, supone en gran medida una reflexión personal –pero sobre todo pasional- sobre el concepto de paisaje, sin duda uno de los géneros más referenciales y recurrentes del Planeta Arte, y por extensión de la propia fotografía, y que en buena medida se inserta a mi juicio dentro de ese ámbito de observación y meditación (dos palabras que, inevitablemente, siempre acaban rimando) de la naturaleza del que hablaba Cicerón. Pero si queremos de verdad penetrar en el territorio de estas obras, yo añadiría igualmente una tercera palabra-rima: emoción. Trío de ases. Trío de imágenes.
Un ámbito, por otra parte, del que Nietzsche nos dirá en El viajero y su sombra: “El que se resguarda totalmente contra la naturaleza, se resguarda también de sí mismo: jamás le será dado beber de la copa más deliciosa que puede llenarse en su recóndita fuente”. Estoy seguro de que nuestro artista sí que ha decidido beber de esa copa y lo hace dirigiéndose hacia la -más o menos- recóndita fuente del paisaje.
Según señala Javier Maderuelo (una declarada influencia para estas obras) el concepto paisaje es un constructo, una elaboración mental que realizamos a partir de “lo que se ve” al contemplar un territorio, un país. No es, pues, únicamente el ámbito “real” y físico de la naturaleza, ni siquiera el resultado de la intervención que la historia, es decir el hombre, ha operado sobre él. El paisaje será también el continuum de factores culturales y estéticos que definen, signan y representan un territorio, un lugar o un paraje.
Toda reflexión sobre el paisaje, sobre la naturaleza, comporta una posición subjetiva, interior, una mirada más cercana a lo sublime que a la mera reproducción exterior de su fisicidad. “Lo sublime” –dirá Kant en su Crítica del Juicio- “no está contenido en ningún objeto de la naturaleza, solo en nuestra mente, ya que podemos hacernos conscientes de nuestra superioridad con respecto a la naturaleza exterior en tanto que lo hemos sido con respecto a nuestra naturaleza interior…”
Esa idea-pulsión de lo sublime, que desde finales del siglo XVIII, y coincidiendo con la emergencia del Romanticismo, empujará a tantos artistas a emprender el largo viaje de su búsqueda a través de, por, para y en la naturaleza, juzgo que está del mismo modo presente en estas obras. Paisajes que plantean un atrayente y sentimental diálogo entre el mundo real (lo que vemos) y el mundo ideal (lo que deseamos ver).
Un diálogo que habita a partes iguales en la mirada del artista y en los escenarios externos de la propia naturaleza. Otro explorador de lo sublime, Gaspar David Friedrich, nos dirá asimismo: “un pintor debe pintar no sólo lo que ve ante sí, sino también lo que ve en el interior de sí mismo”. Y eso es lo que yo creo que son, en esencia, estos paisajes: un retrato introspectivo y dual de lo que José Miguel ve en el interior de su propia experiencia o, por decirlo de otro modo, una suerte de instantáneas mentales y emocionales producto de lo que provoca dentro de él la contemplación –siempre subjetiva- de la naturaleza.
Pero dejemos que sea él mismo quien nos lo explique con sus palabras (casi siempre uno de los mejores y más infalibles métodos para conseguir rastrear las intenciones-sensaciones de un artista…)
Estación Termini
“Después de viajar a bosques frondosos, calas ocultas por la marea y montañas perdidas buscando fotografiar paisajes oníricos con luz crepuscular, me di cuenta que todo aquello no tenía nada que ver conmigo. Entonces empecé a fotografiar mi entorno más cercano para construir un paisaje propio, en el que pudiera buscarme y me ayudara a encontrar mis raíces. Me di cuenta que lo tenía mucho más cerca de lo que hubiera imaginado, sin tener que hacer miles de kilómetros ni subir a las más altas montañas. Estaba allí mismo esperándome, solo tenía que mirarlo. De tanto verlo lo había ignorado y esta idea se convirtió precisamente en el motivo que me movió a trabajar en este proyecto…”
Sí. Es cierto: en numerosas ocasiones la verdadera estación Termini de nuestro viaje –un viaje que acaba siendo más interior que exterior- no está en los andenes imaginarios que se abren a territorios lejanos y fantásticos, sino en los humildes y cercanos apeaderos de nuestra propia experiencia. Las palabras de José Miguel no dan lugar a ninguna duda: el verdadero final de nuestro viaje está en el puro principio de nuestro paisaje personal. Como él mismo nos dice, sólo hace falta mirarlo. Y eso no es tan sencillo como podría parecer…
Y esos paisajes son los que, a través de estas obras, trata de imaginar. Literalmente; construyendo imágenes de pequeñas casas y viviendas erigidas en un entorno rural, como si fueran testigos mudos –y al mismo tiempo elocuentes…- de una forma de habitar, es decir, de vivir, que va paulatinamente desapareciendo de nuestra hiperdigitalizada, velocísima (en lo tecnológico) y lentísima (en lo verdaderamente humano) sociedad contemporánea. Esos humildes espacios, sin ningún lujo, sin ninguna ostentación decorativa o superflua -que me recuerdan a los hitos de un camino que marcasen el trayecto de un pasado (aún cercano) hacia un presente ya más virtual que real- actúan como eficaces recordatorios de esa vida que se nos escapa, lenta pero inexorablemente, como si fuera agua filtrándose por las rendijas de nuestras manos.
Son habitáculos ubicados en una zona geográfica concreta que se extiende entre las provincias de Ciudad Real y Albacete, diseminados pues por la rugosa espalda de La Mancha (que, en cierto modo, es un perfecto ejemplo de territorio local y a la vez universal, como ya soñó desde el recuerdo y el olvido nuestro ingenioso y singular hidalgo Don Quijano…); construcciones brotadas en el senecto acné de la piel de la tierra.
No es casual que el punto de vista común a todas estas fotografías responda a una misma perspectiva: la que puede contemplarse desde una cierta lejanía; quizás la móvil mirada arrojada desde un coche; quizás la lenta letanía de los ojos desgranándose al paso de un paseo. Pero en todas las ocasiones, esa casa, esa anciana máquina de habitar y de transitar, aparece retratada desde una estudiada distancia que contribuye a aumentar su temperatura nostálgica. Al ver estas obras, quiero pensar en nuestro artista como si fuera un contemporáneo flânneur, a la manera de Baudelaire, caminando con lentitud pero con atención y curiosidad, no por las pobladas avenidas de la ciudad, sino por las desnudas vías del campo.
Por otra parte, son imágenes fotográficas que en su composición tratan de crear una atmósfera de simplicidad (que aunque no rime con pureza debería hacerlo…) casi franciscana, en la que no hay cabida para elementos superfluos que pudieran causar la distracción del espectador; cada objeto, cada integrante de ese paisaje parece tener su razón de ser… y de estar. La forma de encuadrar, la luz que las envuelve y acaricia, el momento del día en que han sido tomadas… todo responde a una ejecución muy elaborada que contribuye a transmitir una serena sensación de paz y equilibrio.
Del mismo modo, con ellas crea también una interesante taxonomía de casas y viviendas que enlaza directamente con una de las más preciadas y utilizadas estrategias fotográficas: la construcción de tipologías. De esta manera, como el observador informado y avezado podrá reconocer, no quedan en absoluto lejos los ecos de otras mecánicas clasificatorias. Pienso obviamente en Bernd y Hila Becher, pero también –aunque aparentemente no parezcan tan cercanos- en August Sander o Eugene Atget…
Su aroma de soledad y ese sabor a pretérito se acrecientan por el estado de abandono y ruina que con frecuencia las envuelve. Sin embargo, al posar nuestra mirada con más atención, con más detenimiento, algo casi mágico ocurre: se me antoja que tuvieran vida propia y que, a pesar de esa aparente muerte, hubieran sobrevivido a sus propios habitantes para convertirse en testimonio, quieto pero también activo, de un vivir que se desbordara más allá de las fronteras naturales de nuestro tiempo humano.
Precisamente, ese diálogo entre un continuum temporal asociado al ser humano, es decir a la cultura, y otro tiempo, mucho más anciano, más primigenio, que podemos vincular a la tierra, a la naturaleza, es también una de las constantes que José Miguel ha querido –y ha sabido- plasmar con sus fotografías.
Pero en estos paisajes la casa, el espacio habitado, no se encuentra solo. Otro elemento juega también un papel capital y protagonista: el árbol. En efecto, cada habitáculo, cada vivienda, ve acompañada su –aparente- soledad por la presencia permanente de otro tipo de vida. En este caso, la vida que se expande y que se desprende de otros perennes y familiares habitantes del mundo como son las verticales y poderosas presencias de los árboles.
Con el concurso de este nuevo protagonista, teje una interesante metáfora, que es a la vez conceptual y formal. Las raíces físicas y vegetales de los árboles se ligan y se entrecruzan, como poderosos brazos de amistad y de unidad (pero también como los atormentados anillos de un nuevo Laocoonte) con las raíces simbólicas y temporales de las casas, formando un sugerente totum revolutum de memoria, naturaleza, artificio y vida.
Son todos, pues, elementos fundamentales y fundacionales de estas obras y merecen que nos detengamos en ellos de la misma forma con la que nuestro artista lo hace: lenta, morosa y amorosamente.
La casa del ser
Afirma Heidegger que el lenguaje (más concretamente, el habla) es la casa del ser. ¿Por qué no decir también que la casa sea el lenguaje que da forma y sentido a nuestro ser espacial y temporal?
Así, la(s) casa (s) que habita(n) el escenario emulsionado de estas fotografías, son igualmente una suerte de edificación de un lenguaje –que no se rige por palabras sino por símbolos- que habla y escribe un singular texto de espacios y de tiempos.
Como ya he apuntado anteriormente, se trata de construcciones arquitectónicas vacías, liberadas -al menos temporalmente- de sus funcionales potencias de habitabilidad, que se convierten en arquetipos del vacío y del silencio, y despojadas de toda huella humana, (presencia de una ausencia…), una huella más sugerida e intuida que evidente, y que sin embargo –casi sin ninguna explicación plausible- envuelve y acompaña a estas obras. Estructuras, en la inmensa mayoría de los casos, muy sencillas y humildes que surgen en territorios, también azotados por el viento contemporáneo del vacío y del silencio al que se ha visto sometido el paisaje rural; que quedan desprovistos de vida pero que, al mismo tiempo, merecen ser recordados. En este caso por la memoria sepia y descolorida de la memoria fotográfica.
Una genealogía del recuerdo a la que en absoluto es tampoco ajeno el poético sabor de los paisajes vacíos y deshabitados, propio de una mirada encadenada a ciertas estrategias de representación de raíces metafísicas.
Vestigios de una arqueología del habitar ya desaparecida, o a punto de desaparecer, de la que nuestro artista se constituye en una suerte de notario visual y emocional, levantando acta iconográfica-fotográfica de su existencia.
Sabia savia
El árbol tiene un significado simbólico en todas las culturas del mundo. Como afirma Juan Eduardo Cirlot en su apasionante e imperecedero Diccionario de Símbolos: “Es uno de los símbolos esenciales de la tradición. Representa en el sentido más amplio, la vida del cosmos, su densidad, crecimiento, proliferación, generación y regeneración. Como vida inagotable equivale a inmortalidad. El simbolismo derivado de su forma vertical transforma acto seguido ese centro en eje. Tratándose de una imagen verticalizante, se comprende su asimilación a la escalera o montaña, como símbolos de la relación más generalizada entre los tres mundos: inferior, ctónico o infernal; central, terrestre o de la manifestación, y superior o celeste…”
En estas fotografías juega un papel protagonista junto a la casa, y sin duda establece un estrecho y primigenio vínculo entre ese mundo terrestre, al que se refiere Cirlot, y el mundo del espíritu y de la creación. Sus raíces se extienden, pues, hacia la tierra, pero también hacia la esfera celeste de la sensibilidad y la cultura.
Al contemplarlas, estoy seguro que resuena en los más profundos surcos de la memoria de nuestros cerebros la pura memoria de la Madre Madera, la llamada atávica del bosque, su música ancestral, su aroma a savia sabia. Material milenario, fauna predilecta del Imperio Verde de la Reina Flora, que nos trae esa melodía de selvas y matorrales imaginados; un sonido de evocadoras palabras; un intercambio de frases leñosas y clorofílicas, con las que construir el plausible diálogo-rumor de las hojas, de las ramas, de los troncos de estos árboles…
Pasión del árbol, pasión de la madera. Como nos confiesa el poeta Antonio Gamoneda: “Amo la madera. Recordadme perdido entre las hayas y el éxtasis gozoso que su inmovilidad alcanzaba a crear en mí; recordad la revelación de la pobreza en las huellas que, sobre la taja, dejaron las manos amadas, la verdad y el placer encontrados en la imaginería que finge el sufrimiento de Dios, la indignación y el miedo en el espacio de los árboles torturados…”
La piel del papel
Mención especial merece la forma en que han sido realizadas – material y procesualmente- estas fotografías. Resulta cuando menos curioso que en un momento como el actual en el que la fotografía se ha encaminado, en las últimas décadas, hacia territorios totalmente digitalizados, lo que ha llevado incluso a ciertos autores –pienso entre otros en W.J.T. Mitchell- a hablar ya de “postfotografía”, siga habiendo autores, como es el caso de José Miguel, que apuestan por una vuelta a procedimientos totalmente emparentados con los procesos originales típicos de la fotografía analógica.
En su caso, se trata de una decisión totalmente consciente que busca precisamente distanciarse de la aparente frialdad y deshumanización de las estrategias digitales. Dejemos, de nuevo, que él mismo nos lo explique: “Así empecé a teñir los papeles que iba a utilizar para las copias con tintes naturales como infusiones de té o café y anilinas, de tal manera que conseguía por un lado resultados totalmente inesperados y aleatorios, perdiendo el control estricto del mundo digital y añadiendo un estilo pictórico en el trabajo, ya que después hacer la copia sobre el papel previamente teñido, seguía trabajando con esparcidos y veladuras, trabajando con pincel para añadir luces y sombras. Después de someter el papel a procesos de desgaste y envejecimiento, llegaba a tener una copia única que además se convertía en un objeto al enmarcarlas en vitrina con efecto de volado en la copia. Mi idea era provocar en el espectador la idea de objeto encontrado, de copia de época, intentando provocar el sentimiento que produce la observación de objetos que cubiertos con una pátina de tiempo evocan recuerdos y nos remiten a nuestro pasado haciéndonos conscientes del paso del tiempo…”
Sin duda, una elección interesante y original (etimológicamente imbricada en esos orígenes analógicos del lenguaje fotográfico), y que le lleva a apostar decididamente por valores cada vez menos recurrentes como son la fisicidad del soporte, buscando escuchar la “música interior” y la belleza intrínseca de lo material, sus texturas y calidades no solo visuales sino también táctiles (que nos hacen querer recorrer estas imágenes con las yemas de nuestras pupilas, pero también con las de nuestros dedos, y que convierten la piel, en este caso del papel, en lo más profundo –tal como señalaba Paul Valéry-), el hecho de considerar una fotografía como un objeto y no como una mera impresión bidimensional, su sentido de unicidad a través de la creación de copias únicas y no seriadas, o también su carácter de transmisor de la memoria y de la dimensión sepia y blanquinegra de un tiempo ya pretérito.
Es por todo ello que estas fotografías, su cuerpo y su espíritu, nos transmiten calidad pero también calidez…
Francisco Carpio
Text written and published in the book «Mi casa, mi árbol»
by Francisco Carpio
WORTH AND WARMTH
The Most Powerful Elixir
The photography series which José Quintanilla now presents to us is primarily a personal and, above all, passionate reflection on the concept of landscape, undoubtedly one of the most iconic and recurrent genres of Planet Art and, by extension, of photography itself, which in my opinion largely pertains to that sphere of observation and meditation (two words that inevitably rhyme) on the natural world posited by Cicero. But if we truly want to venture deep into the territory of these works, I would add a third rhyming word: emotion. Trio of aces, trio of images.
On the topic of that sphere, in The Wanderer and His Shadow Nietzsche tells us, «In compensation for much disgust, disheartenment, boredom […] we enjoy those short spans of deep communion with ourselves and with Nature. He who fortifies himself completely against boredom fortifies himself against himself too. He will never drink the most powerful elixir from his own innermost spring.» I am certain that our artist has decided to imbibe that elixir, which he draws from the more or less innermost spring of the landscape.
As Javier Maderuelo (an admitted influence on these works) has noted, the concept of landscape is a construct, a mental fabrication we create from «what we see» when we gaze upon a territory or country. It is not, therefore, merely the «real», physical part of nature, nor is it simply the result of alterations inflicted upon it by history—i.e., humanity. The landscape is also the continuum of cultural and aesthetic factors that define, mark and represent a territory, place or setting.
Every reflection on the landscape, on nature, entails a subjective inner perspective, a vision closer to the sublime than the mere outward reproduction of its physicality. «Sublimity, therefore», Kant wrote in his Critique of Judgment, «does not reside in any of the things of nature, but only in our own mind, in so far as we may become conscious of our superiority over nature within, and thus also over nature without us.»
I believe that this catalyst-idea of the sublime, which from the late 18th century onwards, coinciding with the rise of Romanticism, drove so many artists to embark on the long journey of a personal quest through, for, by and in nature, is also present in these works. The landscapes we see propose an appealingly sentimental dialogue between the real world (what we see) and the ideal world (what we want to see).
This dialogue resides in equal measure in the eyes of the artist and in the external scenes of nature itself. Another explorer of the sublime, Caspar David Friedrich, admonished us, «The painter should paint not only what he has in front of him, but also what he sees inside himself.» In essence, I think that is precisely what these landscapes are: an introspective double portrait of what José Miguel sees inside the storehouse of his own experience or, to put it another way, a series of mental and emotional snapshots stemming from that which inspires him to engage in the always subjective contemplation of nature.
However, it is better to let the artist explain it in his own words (which is almost always one of the best and most infallible methods of tracking an artist’s intentions and/or sensations).
Terminus
«After travelling to dense, leafy forests, coves hidden by the tide and far-flung peaks, trying to capture dreamlike landscapes at the twilight hour, I realised that all of that had nothing to do with me. So I started photographing places close to home in order to construct a landscape of my own, one where I could search for myself and discover my roots. I realised that what I wanted was much closer than I could have imagined; there was no need to travel thousands of miles or scale the highest mountains. It was right there waiting for me, all I had to do was look. I had ignored it because it was such a familiar sight, and that very idea became my motivation for working on this project…»
It is an undeniable truth: often times the true terminus of our journey—a journey ultimately more inward than outward—is not found in grand imaginary stations that open on to fantastic, distant lands, but in the humble, familiar whistle stops of our own experience. José Miguel’s words leave no room for doubt: the true end of our journey is the very beginning of our personal landscape. As he says, all we have to do is look. But this is not as simple as it might sound…
Those same landscapes are the ones he tries to imagine through these works. I mean this quite literally: he crafts images of small dwellings and cottages standing in a rural setting, like mute yet paradoxically eloquent witnesses to a way of habitation, a way of life that is slowly disappearing from our hyper-digitalised contemporary society, incredibly fast-paced in technological evolution yet painfully sluggish in genuine human progress. Those humble spaces devoid of luxury, without a hint of decorative or superfluous frivolity—which to me seem like roadside milestones marking the trajectory from an as-yet recent past to a present now more virtual than real—are effective reminders of the life that slowly yet inexorably slips away from us, like water trickling through our fingers.
They are rough dwellings located in a specific geographic area that spans the provinces of Ciudad Real and Albacete, scattered across the wrinkled back of La Mancha (which, in a sense, is the epitome of a simultaneously local and universal territory, as our ingenious and singular gentleman Don Quixote once dreamed up from memory and oblivion): structures that erupted from the geriatric acne of the earth’s skin.
It is no coincidence that all of these photographs were taken from the same perspective, a point of view situated at a certain distance: perhaps a glance cast from a moving car, or the slow, dissecting ritual of eyes out for a casual stroll. However, in every instance that house, that ancient machine of habitation and passage, is portrayed from a carefully gauged distance that serves to elevate its nostalgic temperature. On seeing these works, I am tempted to think of our artist as a contemporary Baudelairean flâneur, walking slowly yet attentively and curiously, not along the bustling streets of the city but along barren country lanes.
The composition of these photographic images attempts to create an atmosphere of almost monastic simplicity (which fittingly rhymes with purity), where there is no room for superfluous elements that might distract the viewer. Every object, every participant in this landscape seems to have a reason for existing… and for being. The choice of frame, the light that envelops and caresses them, the time of day when they were taken—everything points to a painstaking production process that serves to convey a serene sense of peace and balance.
Moreover, with these photographs the artist also creates an interesting taxonomy of houses and dwellings which ties in directly with one of the most widely used and highly valued strategies in photography: the construction of typologies. Consequently, as any perspicacious and well-informed observer will notice, they are not at all far removed from other classificatory mechanics. Bernd and Hilla Becher obviously spring to mind, but so do August Sander and Eugène Atget, though the similarities are not as readily apparent.
Their aroma of solitude and that flavour of days gone by are intensified by the aura of abandonment and dereliction that frequently envelops them. However, if we look more attentively, more carefully, something almost magical occurs: we begin to sense that they have a life of their own and that, despite the appearance of death, they have outlived their own inhabitants to become testaments, still yet also active, to a life that surpasses the natural boundaries of our human time.
That dialogue between a temporal continuum associated with human beings—in other words, culture—and another much older, more primeval time linked to the earth and nature is also one of the constants that José Miguel wanted and has managed to convey in his photographs.
Yet in these landscapes the house, the inhabited space, is not alone. Another element also plays an essential starring role: the tree. Indeed, each hut, each dwelling, is accompanied in its apparent solitude by the permanent presence of another kind of life. In this case, it is the life that flows and emanates from other familiar and perennial denizens of the world, the powerful vertical presence of trees.
With the help of this new character, the artist weaves an interesting metaphor, at once conceptual and formal. The physical living roots of trees connect and intertwine like strong arms of friendship and unity (but also like tortuous coils about a modern Laocoön) with the symbolic, temporal roots of the houses, forming an evocative medley of memory, nature, artifice and life.
All of them are fundamental and foundational elements of these works, and as such they deserve to be examined by us in the same way our artist approached them: slowly, belatedly and lovingly.
The House of Being
Heidegger famously said that language (or, more specifically, speech) is the house of being. So why not also say that the house is the language that gives form and meaning to our spatiotemporal being?
The house(s) that inhabit(s) the emulsified stage of these photographs are also rather like the edified forms of a language—expressed in symbols rather than words—which speak and write a singular text of spaces and times.
As I have already remarked, they are vacant architectural constructions, released—at least for now—from their functional duties of habitability, which become archetypes of emptiness and silence, and cleared of every last trace of human activity (presence of an absence), a trace which is more suggested and intuited than evident and yet, without any plausible explanation, permeates and hovers over these works. In the vast majority of cases, they are extremely rudimentary, humble structures, rising from lands likewise whipped by the contemporary winds of emptiness and silence that have scoured the rural landscape. Though now bereft of life, they deserve to be remembered, in this case by the faded sepia of photographic memory.
This genealogy of remembrance is closely related to the poetic flavour of empty, uninhabited landscapes, typical of a vision linked to certain strategies of representation with metaphysical roots.
Faced with these vestiges of a vanished or vanishing archaeology of habitation, our artist plays the part of visual and emotional notary, certifying the iconographic-photographic record of its existence.
Sapient Sap
Trees have symbolic significance in every human culture. As Juan Eduardo Cirlot explains in his fascinating and timeless Dictionary of Symbols, «The tree is one of the most essential of traditional symbols. […] In its most general sense, the symbolism of the tree denotes the life of the cosmos: its consistence, growth, proliferation, generative and regenerative processes. It stands for inexhaustible life, and is therefore equivalent to a symbol of immortality. […] Because a tree has a long, vertical shape, the centre-of-the-world symbolism is expressed in terms of a world-axis. The tree, with its roots underground and its branches rising to the sky, symbolises an upward trend and is therefore related to other symbols, such as the ladder and the mountain, which stand for the general relationship between the ‘three worlds’ (the lower world: the underworld, hell; the middle world: earth; the upper world: heaven).»
In these photographs the tree shares the spotlight with the house, undoubtedly establishing a strong, primeval bond between that middle world mentioned by Cirlot and the world of the spirit and creativity. Its roots reach down into the earth, but its branches stretch up towards the heavenly sphere of sensitivity and culture.
On contemplating these trees, I am certain that the deepest furrows of our minds resonate with the unadulterated memory of Mother Wood, the atavistic call of the forest, its ancient music, its aroma of sapient sap. This age-old material, favoured fauna of the Verdant Empire of the Plant Kingdom, sings us that melody of imagined thickets and tangled forests: a sound of evocative words, an exchange of woody, chlorophyllic phrases with which to construct the plausible whispered dialogue of the leaves, branches and trunks of these trees…
Love of trees, love of timber. As the poet Antonio Gamoneda confesses, «I love wood. Remember me wandering aimlessly among the beeches and the joyous ecstasy that their stillness managed to instil in me; remember the revelation of poverty in the marks left upon the gash by beloved hands, the truth and pleasure found in the imagery that feigns the suffering of God, the indignation and fear in the realm of the tortured trees…»
Paper Skin
The method by which these photographs were made, the materials and processes involved, is deserving of special mention. I find it quite curious that today, when photography for the past several decades has been moving closer and closer to total digitalisation, leading certain authors—W.J.T. Mitchell among them—to speak of a «post-photographic era», there are still artists who, like José Miguel, advocate a return to procedures closely related to the original processes that characterised analogue photography.
In his case, it is an entirely conscious decision to avoid the seemingly cold, dehumanising qualities of digital strategies. Once again, the best explanation comes from the artist’s own words: «I began tinting the paper I intended to use for prints with natural dyes like tea, coffee and anilines, and that allowed me to achieve totally unexpected, random results, losing the strict control of the digital world and lending the work a pictorial style, because after making the print on the pre-tinted paper I continued to play with the speckle pattern and fading, using a brush to add highlights and shadows. After artificially ageing the paper and giving it a worn appearance, I finally obtained a unique print which also became an object once I float-mounted and framed it in a glass case. My idea was to give viewers the impression that they were seeing a found object, a vintage print, trying to recreate the feeling that comes from observing objects covered with the patina of age that stir memories and remind us of our past, making us aware of the passage of time…»
This undeniably interesting and unusual choice (etymologically imbricated with those analogue origins of the photographic language) has led him to enthusiastically embrace increasingly uncommon values like the physicality of the support surface, striving to hear the «inner music» and the intrinsic beauty of the material with all its visual and tactile qualities and textures (making us want to explore these images with the tips of our pupils as well as our fingers, and confirming Paul Valéry’s theory that skin—in this case, a paper skin—is the most profound thing), his consideration of a photograph as an object and not just a simple two-dimensional print, his belief in unicity expressed in the creation of unique, non-serial prints, and his role as a conveyor of memory and of the sepia and black-and-white dimension of a bygone era.
For all these reasons, the body and spirit of these photographs infuse us with a sense of worth but also of warmth…
Francisco Carpio